Cacofonía de los días.

II
Camisa celeste, pantalón amarronado, pies descalzos y un cuervo en su hombro izquierdo; ni palabras, ni personas; tierra entre las uñas de los dedos de sus pies y piel que va cayendo con el tiempo, queda flotando por ahí entre las narices de otra gente, absorbidos con insignificancia al respirar. El viento se arrastraba obsceno por los suelos, dándole la espalda al gris verdoso de aquel atardecer específico, los árboles envejecidos se agarraban de las ramas formando círculos inescrutables, donde la luz parecía infiltrarse a cuentagotas, a hurtadillas; decayendo siempre en los bordes del pensamiento súcubo, enternecedor y escalofriante; sin querer entrar.

Uno de ellos se abalanzó ferozmente contra el cuello de aquel muchacho, lo apretó con sus dos manos asesinas y luego, sus firmes dedos atravesáronle casi la garganta y sosteniéndole el cuerpo desde la camisa azul oscuro que traía consigo: le ensambló algunos golpes en la cara, como una metralleta. Entonces con grandilocuencia se acercaron los demás y arrancaron de su hombro izquierdo al cuervo: negro como el carbón, como el sol detrás de una luna; silencioso cual búho observador: sonoro, exacto, siempre quieto, en la misma posición, animal, omitido.

Toda una vida un cuervo en su hombro izquierdo, en todas sus cenas y encuentros fogosos de fugacidad, en la pausa para decir las cosas, en los movimientos justos para callar todas esas conversaciones silenciosas de a siete seres y dos espejos en su habitación: uno en frente y otro al costado izquierdo.

Llevaba semanas desafiando guardaespaldas vestidos de rojo, con grandes armas al costado de sus pechos, esperando el momento indicado para encontrar alguien a quien golpear; llevaba días aprendiendo a pensar y mantenerse cuerdo, aislándose de la locura mediante pasos fronterizos que en lo personal considero abusivos, bordeando la razón con cinismo, con su lengua andante, con unos besos silenciosos y sus manos colmadas de deseo, entremezclando los olores del amor con la transpiración de sus palabras que empezaban a caerse a gotas.

Tal vez su equilibrio inexacto ayudaría a revelar el por qué de un ave en su hombro, en el izquierdo, sobre el brazo que menos sabe utilizar, pero que utiliza: a veces para robarle tiempo al tiempo y otras veces solamente para saludar; para acariciar desde lejos el recuerdo entrañable del mar (de dónde siempre se sintió salido), para acercar pieles ajenas a su piel y ayudarse a recorrer el cuerpo a partir del cuerpo de otra persona, para entender su mirada y sus detalles, la forma en que se comportan sus pensamientos y sus ojos al estar frente a la luna... la fuerza para reconocer a esa persona junto a él.
Los golpes en su rostro, las aves revoloteando alrededor de su cuerpo sin cuervo en el hombro, la soledad.
hjuo

hjuo alonso

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